Los adustos paisajes de la costa del Mar de Barents al norte de Rusia abren y cierran el recorrido que el personaje de Kolia sufre y vive en Leviathan de Andrei Zvyagintsev. Estas desoladoras vistas vibrarán a lo largo de los 140 minutos de la película donde tanto la calma de las montañas como el perturbador chocar del mar contra las rocas servirán como reflejo al duro camino de Kolia.
Rusia, ese país que a pesar de salir prácticamente cada día en las noticias, sigue suponiendo todo un enigma a nuestros democráticos ojos occidentales y es reflejado en Leviathan como un lugar donde la inocencia y la verdad son las primeras víctimas de un sistema corrupto. Kolia no es el mejor de los hombres, pero al lado del paisaje humano expuesto en Leviathan es el que tiene unos valores morales más rectos. La burocracia y el caciquismo son los primeros obstáculos con los que Kolia se debe enfrentar, entre otros problemas mundanos que van infectando toda su existencia hasta llegar a la inevitable tragedia.
Zvyagintsev plantea Leviathan con una tensa calma que nunca de desmadra ni cae en el tremendismo fácil (y hay momentos que podrían haber sido llevados al exceso). Es esta continua tensión que nunca acaba de explotar la que hace que la narración sea hipnótica, ya que lo inesperado se apropia de la historia de forma sutil. Los planos generales toman cuerpo en una historia narrada con distancia pero sin perder nunca de vista el componente humano. La precisión de Zvyagintsev tanto en la composición de los planos como en el calmado ritmo sirve para que Leviathan vaya tomando cuerpo a lo largo de los minutos, sin que parezca que nada relevante ocurra.
Leviathan se asemeja a los múltiples tragos de vodka que sus personajes disfrutan a lo largo de los minutos: crudos y secos, de alta gradación, pero necesario para hacer frente a un drama que ofrece una mirada pesimista sobre la existencia humana donde ni dios ni la verdad ni la justicia tienen cabida.
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