Muy grata sorpresa la de El país de las maravillas, un pequeño cuento rural, retrato de adiós a la niñez y bienvenida al mundo moderno, que ofrece la directora italiana Alice Rohrwacher. Una familia apicultora trabaja en el campo intentando sacar adelante el arduo y artesanal trabajo de recolección y obtención de la miel. El inflexible y severo padre, rodeado de niñas y mujeres, intenta mantener su arcaica manera de capitanear un hogar mientras ve como su mano derecha e hija mayor está creciendo y comenzando a tener voz propia.
La historia de la pequeña heroína e involuntaria cabeza de familia Gelsomina es un delicado y sutil fresco sobre la perdida de la inocencia y la aceptación de la feminidad. El efecto que produce en ella la llegada al pueblo de una voluptuosa Monica Belucci (los artistas de la televisión) es solo el principio de los cambios que están por aterrizar en este humilde entorno anclado en un pasado ya casi inexistente.
Las emociones con las que trabaja Rohrwacher en El país de las maravillas no tienen tendencia a ningún sentimentalismo batato. La naturalidad, suavidad y dulzura (sin resultar empalagoso) que transmiten estas asilvestradas niñas no parecen fruto de la casualidad y sí de una exploración valiente y noble del tantas veces manido universo infantil. Es quizás en el retrato de los adultos donde flaquea más la película, y aunque la visión del tosco y ofuscado padre es creible, la casi ausente madre y la enigmática amiga hacen cojear levemente el conjunto.
Con un guión mucho más centrado y milimétrico (las escenas del mundo de la farándula y la trama del niño acogido desquilibran el corazón de la película) estaríamos ante una obra extraordinaria que se queda en notable, y que tiene su mayor baza en el manejo que hace la cineasta de un delicioso realismo que no renuncia a pinceladas de magia y ensoñación en su tramo final.
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