El espectador avisado hará bien en tener en cuenta un par de cuestiones antes de ver esta película. La primera es que el Rodrigo Sorogoyen que firma la pieza está más cerca del autor de aquel encuentro de dos personas en una noche representado en Stockholm (2013) que de los espléndidos thrillers Que Dios nos perdone (2016) y El reino (2018), casi en sus antípodas estilísticos; es decir, que se pide un público atento y colaborador, muy por encima del distraído y cómodo del cine de acción. La segunda es desechar cualquier prejuicio cuando oiga o lea que este largometraje es la continuación del corto también titulado Madre de 2017: no se trata de un estiramiento o adaptación, forzada digresión, secuela ni convencional segunda parte. De hecho, el corto es como un sorprendente primer acto sin continuación y Sorogoyen ahora filma el resto de una posible historia. Porque los primeros 20 minutos corresponden exactamente al cortometraje, que se ha insertado en el largo con toda naturalidad.
Con estos presupuestos y la actitud animosa de quien está dispuesto a sumergirse en el mundo de esa madre el espectador podrá disfrutar de una película que no es fácil narrativamente ni diáfana en el interior de los personajes ni cómoda en las emociones que pone en escena. Pero es una obra que nos interroga sobre el dolor y el amor, la maternidad y la ausencia, la realidad y el deseo de que lo real se amolde a nuestras expectativas.
A mi juicio, en la cultura occidental el icono que mejor plasma el mayor dolor humano es la Pietà: la figura de la (Virgen) Madre sosteniendo en su regazo a (Cristo) su Hijo muerto. Con variantes que en el cine llegan a unos planos de las escalinatas de Odessa de El acorazado Potemkin (1925) donde una señora con gafas recoge el cadáver de su hijo y se vuelve hacia los cosacos pidiendo explicaciones, hay muchas representaciones de ese dolor extremo. Pero aún será mayor el dolor cuando ni siquiera se tiene el cuerpo yacente, cuando la existencia de lo que más se ama ha sido arrebatada de forma misteriosa, inexplicada y, por tanto, extremadamente cruel.
Es lo que sucede en el inicio de esta historia, narrado en el cortometraje. Elena recibe la llamada de su hijo Iván, de seis años, desde una playa francesa. Cuenta que su padre lo ha dejado solo; la madre se alarma, se indigna contra su exmarido, trata de buscar ayuda… y enloquece cuando, segundos antes de cortarse la comunicación, Iván le describe a su madre desesperada que un hombre se acerca y lo acosa.
Diez años después, Elena trabaja en un chiringuito en esa playa de las Landas francesas, adonde se ha trasladado a vivir; un espacio de luz tenue, con frecuentes cielos grises y rompientes de espuma blanca y amenazadora. En un grupo de adolescentes que practican surf Elena cree/quiere reconocer a su hijo en un chico llamado Jean, un parisino de vacaciones con su familia en una casa cercana. Lo sigue y suscita en él lo que ella no quisiera. A partir de ahí tendrá problemas con la familia de Jean y con Joseba, un novio comprensivo y colaborador que trata de ayudar a Elena en todo momento y con toda la paciencia.
La herida abierta que ha roto a Elena en dos hace diez años está lejos de cicatrizar. El mayor dolor no sólo no tiene consuelo y le impide perdonar (o, simplemente, comprender) a su exmarido, sino que ha trastornado a esta mujer —aún joven— de por vida, hasta el punto de que los sentidos y la razón quedan confundidos y alterados. Tan obnubilados que podría ser acusada de un delito de corrupción de menores. Aunque, por otra parte, la película pone en cuestión las reticencias sociales a las relaciones sentimentales “asimétricas”.
Hay un muy creativo desarrollo dramático en esta continuación porque, tras esa elipsis de diez años que evita la intriga detectivesca o el puro melodrama, se profundiza en el dolor del personaje de la madre mostrando con elocuencia y convencimiento el estado de alienación y pérdida de sentido de la realidad a que ha llegado. Y la película lo hace con un ritmo pausado, quizá falto de condensación, pero sin digresiones gratuitas ni añadidos que suenen a relleno. Austera de efectos sonoros o visuales, tiende al plano secuencia con una cámara en mano que presta los ojos al espectador. Todo funciona con una coherencia admirable que ratifica el excelente cineasta que es Rodrigo Sorogoyen, un tipo capaz de llevar al público a una experiencia estética y no sólo de contar historias en sus películas.