De una pareja esperando a un hijo al proceso judicial de un asesinato político. Quienes no conozcan 13 días de octubre se sorprenderán tanto como yo al tener noticia de que Carlos Marqués-Marcet ha filmado una película sobre el asesinato del joven antifascista Guillem Agulló y su posterior juicio. Estábamos acostumbrados a historias de alcoba, a intimidades universales que ocurren de puertas para adentro y que en esta ocasión pretendían dejar paso a reivindicaciones políticas y colectivas. Durante los primeros minutos de La mort de Guillem, se suceden imágenes familiares de la España de los Bandos, la de la reconciliación y la guerra silenciosa, y entre medias las fotos del pequeño Guillem, que casi parecía ajeno al mundo más allá de las puertas de su casa, nos retrata a un chaval que en leguas dista de quien en 1993 detendría el tiempo en el país valenciano.
Acostumbrados a que nos ofrezca otro tipo de «realidad», se nos olvida que la que Carlos Marqués-Marcet nos brinda es una filtrada. Los documentos y testimonios que conforman la parte documental del caso no están exentas de interpretación; en eso sí que podemos reconocer la sensibilidad del autor de Los días que vendrán, capaz de imprimir veracidad en instantes retorcidos de la vida. Plasmar la realidad en la pantalla sólo es posible desde la subjetividad. Desde tal extremo, que es incluso partidario, Marqués-Marcet plantea en La mort de Guillem una serie de luces y sombras, de certezas y dudas, sobre el joven Guillem, que llega a ser al mismo tiempo niño, adulto, soldado, amigo, hermano, hijo y símbolo. Guillem, quien como Cid sigue batallando después de muerto, plantea antes y después de su asesinato tantas incógnitas y sutilezas que su figura permanece con nosotros como su olor entre las ropas de su cama.
Cuando Guillem se marcha el tiempo se detiene. La cámara libre que captura con naturalidad la familia unida queda inmóvil en planos estáticos que pesan tanto como el ánimo de los personajes. Sí que conocíamos ese peculiar retrato de una realidad filtrada, que deja a los personajes a merced de destinos imprevistos – la distancia, un embarazo o una muerte que desequilibra a una ya de por sí frágil familia -. Marqués-Marcet les dirige de forma orgánica, consciente de un conflicto interno sólo patente por la ausencia del hijo: una hermana en silencio como las niñas de Pilar Palomero, un padre lleno de rabia por la injusticia del país, una madre que sufre al ver a su niño convertido en símbolo y arma… Piezas que antaño encajaban ahora son separadas por el infortunio y la silla vacía.
Existe en La mort de Guillem una cohesión que no deja nada al azar. El proceso orgánico con el que Carlos Marqués-Marcet planteaba sus anteriores obras ha dado lugar a una madurez lingüística que sólo nos puede anunciar un talento incipiente. El cineasta catalán, tan ducho en eso de captar la realidad, nos regala un cinta llena de verdad y honestidad, ambiciosa y humilde, una obra que remueve y une conciencias; una película no sobre la lucha contra el antifascismo, sino sobre un chico normal de 18 años.