La emoción es carne de festival. A no ser que vayas a uno temático, los filmes seleccionados rara vez serán obras experimentales o poéticas. La emotividad, el drama y el conflicto son recursos con los que el espectador empatiza fácilmente, de ahí que temas como la muerte o la enfermedad, que nos han tocado a todos, sean temas tan recurrentes. No obstante, como ya dije con Últimos días en la Habana, hay formas y formas de abordarlos. La memoria de mi padre no llega a encontrar una adecuada, y como resultado, tenemos una obra cercana al telefilm de las tardes.
La memoria de mi padre quiere emocionar, es una película de lágrima fácil que recurre a las clásicas herramientas de siempre. Es efectiva, supongo, pero esto no hace de ella una obra destacable, sino más bien un producto bien facturado. La trama consiste en un cúmulo de sucesos destinados a conmover, desde el drama y desde el humor, pero ni lo uno ni lo otra llega a superar la barrera de la previsibilidad, dejando frío a un espectador que empieza a cansarse de las mismas historias de siempre.
Esto no es necesariamente malo: es una película que cumple su objetivo. La cinta presenta un buen ritmo y un equilibrio medido entre lo dulce y el golpe emocional, pero llama demasiado la atención sobre sí misma: no son sucesos que acontezcan de forma orgánica, sino que pretenden forzar la situación para que, ante todo, quedes conmovido. Por otra parte, La memoria de mi padre carece de la sutileza de otras obras del estilo. El protagonista y la relación con su padre quedan definidas a partir de diálogos directos y los momentos catárticos o de unión apenas rasgan la superficie.
La obra de Bacigalupe Lazo es carne de festival, pero La memoria de mi padre no consigue distinguirse en absoluto, aferrada siempre a una fórmula tan manida como su planteamiento.