Había una vez un león… Así comienza la continuación de la historia de amor entre Alma y Aslan en Falling, dos amantes que solo podían interpretarlos la española Emma Suárez y el alemán Birol Ünel. La directora de Buscando a Eimish, Ana Rodríguez Rosell, lo supo desde el principio confirmando en este su segundo trabajo que su intuición no le falló. Los dos enamorados vuelven a encontrarse después de algún tiempo separados en la isla de la República Dominicana, lugar donde pasaron sus mejores tiempos. Atrás quedaron las discusiones por infidelidades ciertas, vicios como el juego o reproches por descuidos. Es tiempo de perdonar y cambiar las cosas. Aslan desea más que nada en este mundo volver a compartir su vida con Alma, el corazón que ha escapado de su pecho como en los cuadros que su mujer artista pintaba. Tiene veinticuatro horas para reconquistarla, para demostrarle que ha cambiado y que aun tienen una oportunidad para ser felices. Currarse un improvisado y original banquete de bodas, una compra de vestido de novia o paseos a la luz de la luna, estrellas o velas junto al mar son algunas de las cosas que demuestran y confirman el amor que aun le profesa.
La pareja tendrá una noche y un día para recorrer todos aquellos sitios que les trae recuerdos de tiempos mejores. Charlarán con gran física y química de temas tan profundos como la muerte, la vida, los sueños y el futuro. No hacen falta grandes diálogos ni conversaciones interminables para decírselo todo, las miradas y las caricias sustituyen el lenguaje verbal que aquí es secundario.
Falling es un drama mágico suda energía y vibraciones positivas por todos los poros de su piel, actuando la playa del Limón y Las Terrenas como paraíso natural virgen y escenario ideal de esta onírica historia de amor que puede pasar como un sueño. En el nuevo restaurante maqueado para la ocasión encontramos en el jardín a un vigilante de piedra o un can Cerbero petrificado al que parece haber visitado la monstruosa Medusa, un burro o asno que pasará a ser propiedad de Alma y una sabía Tata que ha visto mucho mucho en su vida y que reconoce el amor y la pasión en cuanto lo ve.
El productor Gabriel Tineo supo desde el principio que la historia de Falling debía llevarse al cine. Era tan potente el magnetismo que había entre los protagonistas y la atmósfera que se había creado alrededor suyo en las tres semanas de rodaje que había que hacer un esfuerzo para llevar a buen puerto el proyecto. Todos debíamos disfrutar y entrar en esta ensoñación espiritual, en esta aventura purificadora que tiene en el agua de mar o lluvia un elemento fundamental, un bautizo con ropa que tiene en la noche un testigo silencioso.
La música post-rock del grupo islandés Sigur Rós llena y potencia de sentimiento los huecos no hablados en esta coproducción internacional, las escenas pasionales mudas entre Alma y Aslan, grandes y líricos momentos que harían palidecer de envidia a los versos más profundos de una poesía dura y descarnada.
Falling no es un film fácilmente asimilable o digerible. Acostumbrados a otro tipo de cine quizás nos resulte difícil hincarle el diente. La mezcla de dos lenguas, como el inglés y el castellano, puede romper el ritmo. Otras producciones anteriores como la norteamericana, Lost in Translation ya experimentó este tipo de relación a dos con ausencia de secundarios. Esta vez no es Japón, sino una isla del Caribe la que sin querer se convierte en otro personaje más, el pegamento que necesita ese jarrón hecho pedazos que es la vida de los dos amantes. Tampoco necesitamos a Richard Linklater. El duro león y el frágil corazón se unen finalmente como el tatuaje que decora y entinta parte de la piel de sus manos. Están completos. La lástima es que esta felicidad recién reencontrada tras esta cita parece próxima a extinguirse como la luz de las estrellas que desde lo alto duermen con ojos abiertos. Un triste final o un maravilloso comienzo desde cero, un último regalo de un león, Aslan en turco, apegado a su Alma.