No cabe duda que los biopics (películas biográficas) gozan hoy en día del beneplácito del público y la industria cinematográfica, tanto americana como europea. Solo el año pasado se estrenaron con diferente éxito Yo, Tonya, First Man, Bohemian Rhapsody o Colette, por mencionar unas cuantas. Estas películas pretenden en la mayoría de ocasiones propiciar un acercamiento a un personaje público, que no tiene por qué ser ejemplar, pero del que conoceremos suficientes recovecos personales para poder llegar a sentir algo cercano a la empatía por sus comportamientos. En El vicio del poder, Adam McKay vuelve a acercarse a la realidad contemporánea tras La gran apuesta, cabe señalar que el apartado más lejano de esta historia no tiene más quince años, pero con un ánimo más ambiguo, y a la vez más ambicioso.
El vicio del poder comienza saboteando su propia credibilidad al mencionar que en realidad poco se sabe de Dick Cheney, su objeto de estudio. McKay deja claro que Cheney es un hombre reservado del que pocas veces se sabe qué está pensando y que por tanto muchos giros de su historia, muchas conversaciones privadas, no son más que conjeturas de artista. Este poner las cartas sobre la mesa desde el minuto uno da a McKay la libertad de ir adelante y atrás en la historia, disponer de brutales elipsis narrativas que nos hurtan décadas de acontecimientos y que no hacen más que cubrir de sombras el retrato del ex-vicepresidente de los Estados Unidos. Esa imposibilidad de entrar en la mente del retratado, hace que una vez terminada la película poco sepamos de lo que piensa este hombre al que se decide juzgar a través de sus más que cuestionables actos.
Como suele ocurrir en estas historias, todo parece increíble si no fuese porque muchos estuvimos allí viendo como buena parte de la Historia tenía lugar: el pucherazo de Florida, la búsqueda de armas de destrucción masiva en Irak y su posterior invasión anteceden a las maniobras de búsqueda del poder por parte de Cheney. Todo ello convenientemente agitado por McKay con un estilo efervescente y aparentemente caótico, donde las escenas se suceden a un ritmo endiablado y la sonrisa se nos helará en más de una ocasión: la fina línea que separa la comedia del drama, la exageración de la realidad, se tensa aquí gracias a una interpretación de Christian Bale sorprendentemente contenida. No le interesa al tándem McKay-Bale caer en la astracanada hiriente a lo Saturday Night Live y por ello miden los tiempos sarcásticos, solo dejando al Rumsfeld de Steve Carell pasarse un poco de la raya con tal de propiciar alguna sonrisa dolorosa.
El vicio del poder no solo sirve de retrato de un hombre que cambió la historia por motivos puramente especulativos y dejó caer a quien hiciese falta con tal de seguir adelante. La película de Adam McKay nos sitúa de frente ante la verdadera utilidad de estas historias, sobre todo las sesgadas políticamente como el caso que nos ocupa. Y nos lanza la siguiente pregunta final, ¿para quién está hecha El vicio del poder? ¿Para los liberales que vean aquí un bálsamo que reafirme sus convicciones? ¿De verdad alguien cree que un votante cercano a Trump vaya a dar algo de credibilidad a lo que aquí se expone cuando en realidad lo que querría es ver el biopic de Hillary Clinton? Porque terminada la proyección no acabamos sabiendo demasiado sobre Dick Cheney, quién es realmente o qué le motiva más allá del dinero y el poder. Quizás eso sea suficiente.
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