La (i)lógica tradicional que ha consagrado desigualdades e injusticias a lo largo de los siglos siempre se ha disfrazado de “ley natural”, “sentido común”, “voluntad de Dios” o, como se dijo en Suiza para justificar la exclusión de la mujer de los debates políticos, «el orden divino”. Son fórmulas axiomáticas, reiteradas como lugares comunes incuestionados, para evitar cualquier discusión y consagrar privilegios de una parte de la sociedad. Pero, en 1971, en un país aparetemente tan avanzado como el helvético pero con un tejido social muy tradicional en los ámbitos rurales, se plantea el derecho al voto de las mujeres. Y se consigue 60 años después de que el sufragio femenino llegara a España y por detrás de numerosos países (en algún cantón no llega hasta fecha tan tardía como 1990).
La directora Petra Biondina Volpe (Suhr, Aargau, 1970) filma con El orden divino su segundo largometraje con un dominio notable del tono y talante que desea para una suerte de crónica histórica sobre el clima de movilización del feminismo a principios de los 70. El hilo conductor es el personaje de Nora, una mujer joven, casada y con dos hijos, que no se resigna a su rol de ama de casa; su trayectoria es una toma de conciencia que se ve estimulada por el conflicto de su sobrina (recluida en un reformatorio y luego en la cárcel de mujeres tras querer vivir su vida y cometer el “delito” de compartir piso con otros jóvenes en la ciudad), por las manifestaciones del movimiento feminista a favor del derecho al voto de las mujeres y por la oportunidad de un empleo fuera de casa. Nora tiene que vencer no pocas resistencias, empezando por las de su marido y la empresa de éste, comandada por una mujer que –paradojas de la vida- es líder de un grupo opuesto al sufragio femenino que se presenta como contrario a la “politización de las mujeres” (o sea, bajo el presupuesto de que la política, como aquel coñac, es cosa de hombres).
Nora también se percata de que la revolución de las mujeres no se limita a sus derechos democráticos ni laborales, ni a un estatuto familiar que las sitúen en pie de igualdad con los varones, sino que llega a la revolución sexual. Ésta tiene que ver con los anticonceptivos y la desvinculación entre placer sexual y la procreación; o sea, se opone frontalmente al Catecismo de la Iglesia Católica que dice “El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión” (2351). Pero también con la autoestima derivada del conocimiento del cuerpo (secuencia de los espejos) y de las relaciones sexuales donde la mujer también tiene derecho al placer y abandona el rol pasivo de objeto para “el descanso del guerrero”.
La voluntad de crónica de El orden divino, no exenta de cierto didactismo, hace que chirríen algunos diálogos y que algunas escenas parezcan escritas para reflejar el clima de la época, más que por su realismo. Pero ello no dificulta el aprecio global de una película necesaria en cuanto memoria de la situación de subordinación y marginación que vivieron las actuales abuelas en su juventud. Cierto talante vitalista y optimista, con toques de humor, otorgan al filme una mirada esperanzada sobre el pasado, con la satisfacción de que hoy han sido superadas bastantes de aquellas discriminaciones, aunque haya que seguir luchando por el ideal igualitario.