Aunque haya publicado cuatro novelas antes de El olvido que seremos (2006) y un par de ellas después, además de poemarios, ensayos y otros textos, sin duda el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) será permanentemente conocido y reconocido por ese título de 2006. No es una novela, sino una autobiografía o una historia familiar escrita desde el dolor y la evocación de la infancia con la particular relación que tuvo con su padre, Héctor Abad Gómez, asesinado en 1987. El mismo libro ha dado lugar al documental Cartas a una sombra (2015) que firman la hija del escritor, Daniela Abad, y Miguel Salazar.
No lo tenía fácil David Trueba para escribir el guion, a pesar de que su doble condición de escritor y cineasta le permitiría manejar bien los recursos de cada formato. El libro de Abad Faciolince está escrito en primera persona recordando la vida familiar de casi cuatro décadas atrás y veinte años después del asesinato del padre, que es el suceso que vertebra todo el relato, no como recurso dramático, sino como estallido de dolor inconmensurable que lleva a revisar toda una vida. En el libro se traza un retrato más amplio de esa familia, con descripción de los parientes eclesiásticos y del clima social y político anterior, que, como no podía ser de otro modo, la película omite. Ello no empaña el acierto pleno de David y Fernando Trueba a la hora de llevar a la pantalla un libro tan personal y sentido, y hacerlo sin concesiones ni efectismos que traicionaran la memoria en carne viva del escritor.
La historia —cinematográfica y literaria— distingue los recuerdos de Héctor niño en la casa familiar, con la relación especial con su padre, del Héctor joven estudiante en Italia en los ochenta que regresa desde Milán para un homenaje a su progenitor, médico comprometido con la salud pública. Este tiempo de Héctor adulto, filmado en blanco y negro, inicia el relato y ocupa el tramo final. Pero lo esencial es la infancia en color, con tonos vivos que proyectan para el espectador el clima vitalista y esperanzado de una época en que aún se creía en la justicia social, la igualdad y la mejora de las condiciones de vida para los desfavorecidos.
Cierto que el filtro del niño puede idealizar ese final de los sesenta en que también hay asesinatos políticos y el propio Estado —y las clases dirigentes y presuntos líderes morales— participan en la guerra sucia, pero lo importante es la figura del médico y profesor, esposo y padre admirable, con su apuesta por medidas higiénicas en las barriadas con infecciones permanentes, niños desnutridos y enfermedades que se podrían erradicar con una buena prevención. Este liberal en política —lo que equivale a distanciarlo tanto del conservadurismo religioso y caciquil como del mesianismo guerrillero: una figura incómoda, en todo caso— parte de que el derecho a la vida y a la salud es el primero de los Derechos Humanos y desde ese compromiso se ve impelido a luchar por otros derechos sociales, amén de abogar por la tolerancia y la aceptación de las discrepancias en una sociedad tan tensionada. Como escribe Abad Faciolince en el libro «Al final de sus días acabó diciendo que su ideología era un híbrido: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado, pues los pobres en el poder, al dejar de ser pobres, no eran menos déspotas y despiadados que los ricos en el poder».
La envergadura moral y profesional de este hombre no es mayor que su talla humana, con un contagioso vitalismo, amor por los suyos y bondad en todo momento y con todos. Por ello, para el niño no sólo se trata de una figura admirada, pues predomina la vinculación afectiva y su condición de adulto cercano que apoya y refuerza su crecimiento. La película plasma con elocuencia y hasta cierto entusiasmo —en conversaciones, risas, saludos, miradas, colores…— esa familia feliz donde crece el niño Héctor tan vinculado a su padre; y pone de relieve cómo la felicidad del cariño no está al margen de la bondad y la preocupación por los demás que, inevitablemente, llevan al compromiso, sobre todo en esa sociedad donde el asesinato es una de la armas políticas.
El título de la novela y película viene de un soneto de Borges que, en su reconocimiento de la provisionalidad que invade todo, otorga cierto bálsamo. Lo reproducimos completo porque la referencia a él hace que Abad Faciolince otorga a su texto un valor universal e intemporal: «Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres, y que no veremos. // Ya somos en la tumba las dos fechas / del principio y del término, la caja, / la obscena corrupción y la mortaja, / los ritos de la muerte y las endechas. // No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre; / pienso con esperanza en aquel hombre // que no sabrá que fui sobre la tierra. / Bajo el indiferente azul del cielo / esta meditación es un consuelo».
En la carrera de Fernando Trueba, donde destacan las comedias, los musicales y revisiones de la historia reciente española, esta película está destinada a ocupar un lugar de honor, pues posee el entusiasmo y compromiso de Belle époque al tiempo que ofrece una reflexión más serena sobre la existencia, ya presente en El artista y la modelo. Sin duda una obra que, fiel a una historia familiar concreta, logra condensar algunas contradicciones de una sociedad donde convive la más generosa entrega con las peores miserias materiales y morales.