Cuando un género se convierte en popular, es cuestión de tiempo que se plantee su revisión a modo de sátira o deconstrucción. Miguel de Cervantes mostró con el Quijote los desvaríos de la novela de caballería – la más consumida por entonces – convirtiendo a la literatura en autoconsciente, signo de modernidad. Terry Gilliam entiende bien el concepto de «adaptación» cuando recoge el testigo del escritor a la hora de elaborar una introspección: el estadounidense se vale a lo largo del metraje de distintos tropos del cine de aventuras y el barroquismo de Hollywood para revelarnos una imagen deformada, satírica y extraña de este cine. La banda sonora, las cómicas escenas de acción, el rescate de la dama o, simplemente, el rumbo que termina por tomar la trama no pasan desapercibidos a la hora de revelar el absurdo de todo. Sin embargo, El hombre que mató a Don Quijote no es ni una adaptación ni una deconstrucción.
Javier Ocaña comparó acertadamente en su crítica la cinta de Gilliam con 8 y 1/2 de Fellini: el ex-Monty Python no está ante la misma obra que hace 25 años. La figura del artista melancólico, cuyo sufrimiento por dar forma a su obra radica en lo intelectual, adquiere un matiz contextual, el de los múltiples obstáculos que la película ha debido superar contra todo pronóstico. La magia reside en el viaje de sus protagonistas y en cómo se traduce la experiencia de su director; hablamos de la identificación de este con la figura de el Caballero de la Triste Figura, que afronta todos los peligros por un objetivo casi inalcanzable, pero también hablamos de Toby (Adam Driver) y de ese cambio que describió Fellini – lo cual es algo universal – y, más aún, de Alonso Quijano (y, por extensión, de Javier), que tan obsesionado por su obra acaba siendo engullida por ella. Terry Gilliam toma la novela de Cervantes para crear su propio Quijote, enfocado desde el prisma del cine.
Así pues, El hombre que mató a Don Quijote comienza con la premisa de un personaje parco en inspiración para terminar sumergiéndonos en una confusa vorágine de situaciones que diluyen realidad y ficción. En los títulos de crédito, el recuerdo de la frase <<El sueño de la razón produce monstruos>> se manifiesta a modo de guiño para recordarnos que nada de lo que vemos es real, sino el fruto de un delirio personal. Los personajes, intencionadamente maniqueos y de escasa profundidad, se manejan entre la sátira y lo grotesco casi como productos del subconsciente. La presencia de Goya con El Coloso, tiene su réplica en su particular retrato de la España profunda, intencionadamente kitsch e hiperbolizada, con el fin de llegar a un sinsentido que sus característicos gran angulares y planos oblicuos refuerzan. Cada elemento, por muy extraño que nos resulte, se mide a la perfección para que, llegados al final, el espectador que ha de asimilar lo visualizado se enfrente a una sucesión de hechos y tiempos vertiginoso y confuso, pura ensoñación. Sin llegar a entender qué es real y qué imaginado, la cómica locura a la que Gilliam nos tiene acostumbrados convence a la vez que repele.
Resulta pesada por su larga duración, innecesaria en algunos puntos y con diálogos llevados con cierta torpeza. Es una sensación extraña la que, al final, El hombre que mató a Don Quijote deja en el respetable, que acepta y rechaza a partes iguales una obra profundamente personal, más relevante por su significado y contexto que por sí misma.