Hannah es una película que nos descubre lo innecesario que es sobreinformar y sobrerelatar y que muchas veces se consigue mucha más intriga con lo que no se cuenta. Como espectadores aceptamos que sobre la pantalla se descubran todos los problemas que conciernen a un personaje y si es con el máximo detalle posible, mejor. Es algo que está en la propia naturaleza humana, somos unos curiosos incansables y queremos saberlo todo. Por eso nos molesta tanto cuando en una película se nos ocultan cosas. Hannah sin embargo no tiene que esforzarse en ocultarlo, consigue que la escasez de información sea lo natural y te convence de ello.
Hasta cierto punto es lógico que al hacer una aproximación realista a los conflictos de un personaje estos no se canten a los cuatro vientos. Hannah suprime las causas de estos y te deja solo con las consecuencias. Una mujer que sobrevive día a día sin tener aparentemente ninguna razón por la que vivir. Su marido está en prisión, su hija no quiere verla ni permitir que vea a su nieto. Las razones de esto no quedan nunca lo suficientemente claras, deducimos a través de unas fotografías que no vemos nunca y de algunas conversaciones que podría tratarse de algún asunto relacionado con la pedofilia. Pero no lo sabemos con certeza, ni tampoco importa. Solo importa como esta mujer deja llevarse por una vida anodina buscando a desgana algún estimulo que le permita agarrarse a ella.
Hannah es una película que no funcionaria en absoluto sin la magnífica actuación de Charlotte Rampling que le valió el premio a mejor actriz en el pasado festival de Venecia. Ella se encarga de que todas sus acciones por pequeñas que sean estén condicionadas por todo la trama en off que carga sobre sus espaldas. Conseguimos aproximarnos a ella de una forma física como psicológica y sentirnos desesperados. Su único defecto es que la pasividad de las acciones, el ritmo en que suceden y los pocos estímulos que prevalecen nos acaben desconectando de ella.