Es absolutamente evidente que Colette es una película excesivamente cuidada, bien hecha, sorprendente (por la naturaleza de su historia) y entretenida. Un proyecto cinematográfico colosal con aspiraciones de la misma dimensión, con los productores de la bellísima película Carol, con Wast Westmoreland, el guionista de Siempre Alice, super estrellas británicas internacionales, Keira Knightley y Dominic West, etcétera. En efecto, no será una pérdida de tiempo.
Sin embargo, lo técnico, lo estético o la guionización no serán el objeto de la reseña en esta ocasión. Como podría haber dicho Tornatore, “todos están bien”: arte, intérpretes, fotografía, dirección y guión. Tampoco brillantemente bien, pero todos están bien.
Decepcionantemente, tampoco me gustaría concentrarme en la persona que fue Gabrielle Sidonie Colette. Aparte de que, para ello ya está la película, me resulta mucho más interesante, a la vez que, cuanto menos, turbador, que hablemos de qué es Claudine, de quién lo gestó, bajo qué intereses, y qué implicaciones ha venido desarrollando en la historia de la narrativa occidental y los arquetipos femeninos en el cine y la literatura. Las implicaciones de construir un referente femenino de adolescencia tardía, que fue creciendo y caminando de la mano de miles de niñas y jóvenes que se emocionaron con esta ficción, y que configuraron sus identidades en torno a ella, como es natural en la vida de todos y todas. Ya sea por asimilación u oposición, las y los referentes que nos acompañan en el camino (especialmente en una cultura como la europea occidental, tremendamente textual y simbólica), son de una importancia vertebral en la construcción de nuestras creencias y valores, que terminan produciendo mapas de placer y satisfacción muy vivos en nuestros cuerpos, según nos acerquemos o nos alejemos al referente deseado en cuestión.
Bajo esta lógica, resultaría muy evidente que, la identidad femenina (si es que existe algo como eso) o al menos, la elegida por las propias mujeres, estuviera representada en los referentes literarios respondiendo a las voluntades y necesidades de las mujeres. Y para ello, es de nuevo lógico pensar que deberían estar escritas por mujeres. Y hasta aquí Claudine, firmada por su esposo Willy, pero escrita por Colette, parece que al menos está a la altura de ser un tema tratado por la industria cinematográfica de hoy, definitivamente subida al carro del feminismo y con todas las intenciones de llevar sus riendas por donde quieran.
Colette escribía, su marido abusó de su talento y su falta de legitimidad por ser mujer, esto es muy machista, todos lo sabemos, y después Colette (pasando por el aro de su marido en infinitas ocasiones), decide “empoderarse” y comenzar a priorizar sus reglas y desarrollar sus productos de forma independiente. Bien, una historia feminista, se llenan las salas, de nuevo “todos están bien”, y todos estamos bien con el feminismo.
Sin embargo, el verdadero corazón de la historia de Colette, o más bien de la obra completa Claudine y el símbolo asociado a ella, si el enfoque es realmente feminista, es una idea anecdótica en la película pero, en mi opinión, una idea (de hecho, un evento, algo que realmente sucedió), completamente crítica y edificante sobre la ya innegable certeza de que la sombra de lo patriarcal, no es que sea alargada, es que es tan subterránea y tan gaseosa a la vez que, cuando creemos que estamos asistiendo a las buenas acciones de una gran mujer feminista, volvernos a darnos de bruces contra ella, sin apenas darnos cuentas.
En realidad, Colette escribía porque, como cualquier escritora, no podía no hacerlo, y efectivamente escribió sobre lo que ella más amaba: la niñez, la adolescencia entre amigas, los primeros sentimientos románticos, la vida sencilla en el campo, la observación de la naturaleza, las risas, los paseos, los baños en el lago…pero a su fanfarrón testosterónico esposo, el retrato de una muchacha de sexualidad moderada no le resultaba interesante. Ni a él, ni a sus amigos, ni a sus editores, es decir, a todos los que construyeron, deliberadamente, un personaje femenino más “subido de tono”, más erotizado, (“¿no podrías calentar un poco estas chiquilladas?”), y en definitiva, históricamente, un referente literario, al servicio de su genitalidad, con el que generaciones y generaciones de mujeres pudieran identificarse.
Colette transformó a su Claudine en una sensual colegiala ávida de aquella atmósfera del París de la Belle Epoque, burguesas esposadas seduciéndose entre sí, adulterio dirigido y unilateral (puesto que los hombres no aceptarían a Claudine en ménage con otros hombres), componiendo una estampa pagana en la que no podemos dejar de agradecer a Colette, y a su compañera Lissy, que se atrevieran cuestionar esa provisionalidad de la moral de la que todos disfrutaban de noche, pero condenaban institucionalmente de día.
Cuando vean Colette, conocerán a una mujer que, aunque tomó ciertos caminos fáciles e inconscientes, consiguió ganar los derechos intelectuales de su obra y desterrar a su ex marido, aunque, lamentablemente, Claudine siempre será la hija conceptual y moral del detestable Willy.
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