Después de pasar por el Festival de San Sebastián, Caníbal, la última película de Manuel Martín Cuenca (La flaqueza del bolchevique, Malas temporadas) llega a las salas españolas este fin de semana.
Caníbal no engaña. Si el título o el póster no son suficientes para aclarar al espectador de qué va la película esto quedará totalmente claro en los primeros cinco minutos de metraje, donde se nos enseña el modus operandi de este particular caníbal, Carlos, quien acecha a sus presas, las mata y se las come mientras bebe una copa de vino.
Pero Carlos es también un conocido sastre que vive en el centro de la ciudad de Granada. Un tipo solitario y no demasiado hablador interpretado correctamente por Antonio de la Torre. Y la rutina de su vida (que se articula en tres pilares fundamentales: coser, matar y comer) se ve alterada con la llegada de Nina, una joven rumana que busca a su hermana desaparecida.
La cinta se desarrolla entre una ciudad de provincias -Granada- donde nunca pasan demasiadas cosas y una preciosa sierra aún nevada. Martín Cuenca nos adentra con habilidad en ese mundo calmado y nos muestra el día a día de Carlos, donde con acierto insinúa más que muestra la peculiar rutina de este sastre.
Para el director la película trata “sobre la dialéctica entre el mal y el amor” y de si el amor puede ser redentor o si por el contrario su fuerza no es tan poderosa como todas las películas, libros y canciones nos han dicho siempre. Eso deberá ser el espectador quien lo decida.
La película es correcta, muy lejos de la brillante El silencio de los corderos (imposible no mirar de reojo al caníbal más famoso de la historia del cine) y destacan sobre todo la actuación de la actriz rumana Olivia Melinte en el papel de Nina, la cuidada fotografía y el interesante juego con la cámara en la escena que abre la película. Es una pena no haber aprovechado más a Antonio de la Torre, que seguro que hubiera podido dar más de sí.
Pero por desgracia, a pesar del interesante punto de partida no logra ir más allá: no empatizamos con el protagonista y tampoco nos llega a dar asco o miedo; simplemente nos limitamos a contemplar sus idas y venidas hasta que todo funde a negro y nosotros nos levantamos de la butaca.
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