Si has estado en la vida, desde los últimos 25 años, sabrás quién es Michael Keaton, lo que fue y lo que es; de ese mismo modo, y si nos volvemos más cinematográficos, si has estado en la vida los últimos 15 años, sabrás quién es Iñárritu, de dónde viene y en qué se ha convertido.
Pues olvídalo todo. Todo lo que has aprendido viendo esto o aquello, todo lo que alguna vez te contaron, incluso olvida ese tráiler que has visto de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) justo antes de entrar a la sala. Olvida también la cinematografía anterior de Iñárritu y por supuesto, la de Keaton, que salvo contadas excepciones, no ha dado una a derechas en cine desde que se quitó la goma negra, no me malinterpretes, que le otorgó Tim Burton.
Una vez que todos los prejuicios y todos los convencionalismos que se han formado en nuestra cabeza han sido borrados, estamos dispuestos para ver y disfrutar la película que ha unido a tan variopinta pareja, quedando en un grupo de teatro mucho más disfuncional con la compañía de sus secundarios.
Con Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) se ha conseguido lo que parecía casi imposible: bajar de su pedestal de superhombres a las estrellas hollywodienses, darle sentido y voz a esa parte del cine que se ha visto perdida en las estanterías de videoclubs de barrio y en definiciones a 1080p. Esa condición de normalización de las estrellas, cercanas a una depresión, me hace recordar las palabras de Cristiano Ronaldo y compararlo con aquello de ‘los ricos también lloran’.
Michael Keaton está sublime, al igual que Edward Norton, y durante su visionado te descubres en la sala intentando averiguar si todo lo que están diciendo cuándo comparten pantalla, o andan por separado, no es en parte verdad; si esa misma caída que han sufrido sus personajes en pantalla, la han vivido alguna vez en sus carnes. Es sin duda la importancia del subtexto del guión el que nos hace creer más en una historia bañada por el humor negro y los momentos surrealistas y fantasiosos de un señor perdido ante el estreno de su gran vuelta a los escenarios.
Técnicamente hay poco que añadir, aunque en ocasiones se note dónde se juntan los planos para dar sentido a la uniformidad de plano secuencia del relato, no es lo suficientemente feo como para que nos horrorice, ni siquiera ese estar tan cerca de los actores, esos planos tan cerrados y esa sensación de agobio, que se vuelve liberadora hacia el final de la misma.
Después de todo, ese maremágnum de vagar al son de una batería por Nueva York, y de cierta pérdida de control en algunos momentos de la película, podemos decir que estamos ante una obra que no dejará indiferente a nadie, incluso puede que guste tanto a amantes del cine comercial como a los del cineclub de tu antigua universidad.
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