Decía Juanma Bajo Ulloa en el festival de San Sebastián que no ha vuelto porque nunca se ha ido. Es cuestionable. El director encadenó tres películas estupendas en los 90 (Alas de mariposa, La madre muerta y Airbag) que culminaron en su gran obra maestra olvidada, Frágil, pero desde aquella hasta la deficiente Rey gitano pasó una década. Y si Rey gitano intentaba volver a la locura noventera sin éxito ni garra, lo que intenta su nueva Baby es volver al cuento de hadas de Frágil… Con resultado irregular.
En Baby, el director nos cuenta la historia de una madre drogadicta que vende a su bebé para ganar dinero, pero se arrepiente y va en su busca, hasta un hogar gótico repleto de personajes imposibles. Pero el argumento es lo de menos: lo que destaca de ella no es lo que quiere contar, sino cómo lo hace: el film es completamente mudo, banda musical y de efectos sonoros aparte, un ejercicio estilístico en el que –os confesaré- me costó entrar.
La idea no es novedosa (Blancanieves, La tortuga roja o The Artist lo hicieron en la última década) y no hay un porqué: no hay un atisbo de homenaje al cine mudo o motivos por los cuales estos personajes no se expresan o gritan cuando todo pide que lo hagan, confundiendo el relato y haciéndolo más difícil de mascar y más tedioso de ver. Que los personajes no hablen en este ambiente moderno no es tanto un intento de poetización del lenguaje audiovisual como un simple ejercicio de escuela de cine en el que Ulloa quiere enseñarnos lo que es capaz de hacer.
Y es capaz solo a medias. Esta decisión es más molesta que bella, y no hace que sintamos el lirismo de las imágenes, sino una frustración que llega a incomodar. No es una mala idea hacer una película sin diálogos, pero no es esta: la cinta no pide el mutismo ni el homenaje, sino la acción dialéctica. Y esta es la mayor carga de la película.
Porque, ojo, está rodada estupendamente bien, lo que no sorprende. El vitoriano crea ambientes únicos, repletos de objetos icónicos (ese chupete) y es capaz de sacar lo mejor de las actrices que le acompañan, entre las que destaca una sorprendente Charo López (Secretos del corazón). A su lado hay actores de nivel, como Natalia Tena (Osha en Juego de tronos o Tonks en la saga Harry Potter) o Rosie Day, una habitual secundaria de series como Outlander o Homefront. El trabajo de la dirección de actrices y todo el apartado técnico (iluminación, fotografía, decorados…) es estupendo. Crea un ambiente único y malsano que al mismo tiempo se mezcla con el cuento de hadas.
Pero, ay, el guión no está a la altura, tratando de manera muy superficial a los personajes y dando poca importancia a una historia sencilla y que basa su interés en los esperpentos que habitan el metraje y el gimmick de la mudez. Y es interesante, penetrante e intrigante durante sus primeros compases, pero enseguida pierde el ritmo. Baby es víctima de sus propias pretensiones: quiere ser un cuento de hadas contemporáneo y se queda en mamarrachada egomaniaca.
Ojo: esto no quiere decir que no quiera volver a ver nada de Bajo Ulloa. Más bien al contrario. El director ha arriesgado y, en este caso, ha fallado, pero prefiero mil veces a alguien que toma riesgos a alguien acomodaticio que hace películas como un buen churrero (¿eh, Ron Howard?) y no quiere salir de su zona de confort. Baby saca al cinéfilo de esa zona de confort a la que estamos ya demasiado acostumbrados y le planta un reto delante. Es un reto fallido, pero al menos intenta traer savia fresca a la cartelera.
Ojalá mil Bajo Ulloas más. Viva la equivocación.