Además de la normalización democrática, la renuncia a la lucha armada por parte de ETA en 2011 ha traído nuevas aportaciones en series y películas que enriquecen los tratamientos del terrorismo con perspectivas más plurales y mayor libertad. En realidad, ya en 2008 hay al menos tres títulos que anticipan los nuevos enfoques: Todos estamos invitados (M. Gutiérrez Aragón), Tiro en la cabeza (Jaime Rosales) y El infierno vasco (Iñaki Arteta).
Nos referimos a películas incómodas para la democracia, como Lasa y Zabala (Pablo Malo, 2014) sobre el ominoso crimen de Estado, a crónicas que hacen justa memoria como la serie documental de Jon Sistiaga ETA, el final del silencio (2019) o la reconstrucción de los inicios de la banda La línea invisible (Mariano Barroso, 2020), dramatizaciones con voluntad de indagar en la condición humana, como la serie Patria (2020), incluso obras críticas por reducción al absurdo de talante humorístico, como las cintas de Borja Cobeaga Negociador (2014) y Fe de etarras (2017).
Auspiciado por un programa de apoyo a nuevos talentos y proyectos, Ane se trata del primer largometraje de David Pérez Sañudo, sin duda un cineasta con personalidad y oficio como para abordar el tema de la kale borroka y la captación de adolescentes por el nacionalismo iluminado que se opone (¿oponía?) al tren de alta velocidad como podía haber rechazado la teoría de la relatividad de Einstein. El guion ubica la historia en 2009 y se centra en Lide, una mujer empleada en una empresa de seguridad que custodia las obras del AVE en el País Vasco y ve a su hija Ane implicarse en la protesta social y el llamado “terrorismo de baja intensidad” contra las constructoras del trazado del tren. Ante su hija, Lide se convierte en “mercenaria del Estado”; la chica desaparece y Lide y su exmarido la buscan temerosos.
La opción por adoptar prácticamente el punto de vista de la madre en todo el relato supone situar al espectador del lado de una víctima por partida doble: en cuanto trabajadora de una empresa boicoteada, formando parte de las víctimas de amenazas, desprecios y hasta agresiones de quien no se alineaba con el nacionalismo obligatorio o, simplemente, se ganaba el pan; pero también Lide, en la esfera más personal y emocional, es víctima de la incomprensión y las mentiras de su hija, lo que la lleva a una soledad radical.
Por tanto, Ane trata de mostrar las heridas que el nacionalismo violento ha infligido en el País Vasco durante varias décadas más allá de los conocidos centenares de asesinatos, con la exclusión social y marginación de muchas personas; y subraya que esas heridas tienen un componente muy personal, de auténtico desgarro interior en casos en que verdugo y víctima comparten hogar y lazos familiares.
Bien escrita, rodada e interpretada, es una película solvente que, quizá, no llene del todo porque le falta fuerza dramática, mayor capacidad de emocionar al espectador. También sucede que el público adivina pronto el esquema argumental, sin que el desarrollo depare sorpresas. Una propuesta más radical sería empezar la historia desde la última escena, cuando Ane tiene que vivir su vida a partir de la cena en soledad. Pero, naturalmente, eso sería otra película.